“Rechazo separar la dimensión
emocional y la intelectual. Creo que también las imágenes y las palabras entran
en relación. Todo va junto. En este momento le estoy hablando a usted pero
también la miro a los ojos. Y no lograría comprenderla sólo por lo que me dice.
Si la comprendo es también porque la miro. Para mí no hay una separación entre
lo sensible y lo intelectual. Dicho esto, la cuestión de la emoción es central.
En ese sentido, los románticos alemanes son los precursores del surrealismo
pero también del estructuralismo. El romanticismo alemán siempre tuvo interés
en la estructura. Levi-Strauss también era un romántico. Y en este caso queda
claro nuevamente que no hay emociones puras. Lo que hay es una emoción del
pensamiento. Tampoco hay pensamientos aislados, separados de la emoción; de lo
contrario, el pensamiento no podría captar su objeto. Por eso las imágenes son
tan difíciles de analizar. Yo solía ver a mi padre, que era pintor, trabajar en
su taller todos los días y una de las cosas que más recuerdo es el modo en que
se aproximaba y se alejaba del lienzo una y otra vez, involucrando el cuerpo en
su trabajo pero necesitando también de cierta distancia. En la actividad del
pensamiento podemos hacer lo mismo. Si miramos de cerca, hay cosas que se nos
escapan y si miramos de lejos, al estilo de los grandes filósofos, nos
involucramos en una actividad que resulta insuficiente. La emoción es el
momento en que uno está muy cerca: cuando se superponen la mirada y el tacto.
Tomar distancia es importante para ejercer la crítica pero si uno sólo se
aleja, es inevitable que se pierda el fenómeno.”
Georges Didi-Huberman: "Yo no
sé lo que es el arte"
Las narrativas que desde el trabajo de la artista Claudia Osorio se desprenden,
resultan –desde su inicio– en el conflicto mismo de lo que podríamos entender
como “dilucidaciones” a su trabajo, ya
que en su proyecto interno se interpela y pone en crisis la dimensión
intelectual del entendimiento mismo del arte, enfrentado a su desarrollo
emocional, tal como lo sugería el filósofo francés Didi-Huberman, no se puede
separar esa dimensión emocional de la intelectual, “la belleza no existe en sí
misma sino que se manifiesta en la singularidad de cada acontecimiento.”[1]
Dicho así, en la obra de Claudia Osorio, los pensamientos están ligados
fuertemente a las emociones y estos no se pueden separar de ella, en una suerte
de modelo simbiótico de dependencia, tal como en la instalación “Noventa expiaciones[2]en donde
físicamente el texto cubre al objeto encontrado, aspirando dialogar (texto y
objeto) en un lenguaje común en donde tanto el texto como la imagen sirven a un
solo propósito, siendo que separados no logran compensar ni a las pretensiones
de la razón ni de la emoción.
Lo cual nos lleva a suponer que el
pensamiento racional no está alejado de las imágenes, dado que las imágenes no
se desarrollan en el núcleo de las emociones solamente, la comunión entre
emoción y razón tantea en la obra de Osorio en el instante en que –como un re-fusilazo–
nos maravillamos por el correcto emplazamiento y distribución de los objetos
instalados gracias a al trabajo composicional de una factura excelsa y al mismo
instante sospechamos que tanta belleza no tendría sentido por sí sola y que el
mensaje incrustado es tan poderoso como su emplazamiento formal.
La dimensión política que adquiere el discurso de las imágenes –en la obra
de Osorio–, puede ser leída única y exclusivamente a partir de un conjunto de
imágenes que pueden ser examinadas cuando unificamos emoción y razón en una
misma dimensión, “dimensión desconocida”
que permite al arte conjugar texto e imagen para articular un entramado de
sensaciones y pensamientos que aunque complejos, activan un dispositivo
(indescriptible en palabras) el instante en que lo desciframos.
Esta amplitud de lectura que posibilita pensar el arte desde las “emociones de la razón” –la cual de una
u otra manera yo le he llamado en anteriores ensayos “una estética de las ideas”[3] y que Didi-Huberman
lo denomina “pensar con las imágenes”[4]– es el
caldo de cultivo por el cual una obra deja de ser interesante no sólo para una
crítica especializa sino también como reflejo de una realidad dada y el futuro acercamiento
con su público. De tal forma que el excesivo uso de los conceptos, no sólo
elevan la obra a una categoría fría que raya lo panfletario o por el otro
extremo, la convierte en un suntuoso artefacto que compite con las experiencias
“emocionales” de los parques de
diversión.
De tal manera que el equilibro perfecto que se obtiene en trabajos como “Isla”[5], “Telaraña”[6], “Autorretratos expiatorios”[7]o “Claudia Osorio, artista visual”[8], entre otras, resulta de
un feliz cortejo entre sus dos opuestos, en la dialéctica del acontecimiento
que se produce, en el conflicto que se genera, solo ahí es en donde se gesta el
acto artístico que produce mella (y por tanto interés) en el espectador.
Tal como
lo expresa Didi-Huberman las imágenes hay que ponerlas en relación entre sí, una
imagen al igual que una palabra no dice nada por sí sola, solo el conjunto (de
imágenes o de palabras) genera ideas es por ello que al conectarlas (lo que
sucede en el arte) engendran y dicen algo, una imagen en este sentido jamás
habla en forma aislada.
La incertidumbre del no lugar y la génesis del destierro
La propuesta de la artista que intenta constituirse en un juego de
incertidumbre
prioriza la fluctuación, el cuestionamiento y la controversia a la
dogmatización de tal manera que el espacio sin lugar se torna en el elemento
fugaz de la instalación, la cual está finamente pensada para ser un elemento de
paso en el espacio –sin espacio– que posee el museo, el trabajo dura lo que
dura su exposición –un instante– lo suficiente como para que no se inscriba
dentro del discurso preestablecido de la oficialidad, de lo permanente, de lo
inmortal. El
objeto tiene necesariamente territorio mientras el poema no tiene lugar.
Dado que la instalación en el arte, al ser algo objetual, juega a ese doble
juego del destierro, tratando de no consolidarse en lo que para el psicoanálisis
sería “el objeto del deseo”[9] cada vez
que el ser humano logra cumplir un objeto deseado, dirige su mirada hacia otro
objeto de deseo. En la instalación que se convierte en el lugar en donde el espacio
y el objeto logran su mayor protagonismo, así mismo debemos decir que logran
evadir su condición de artefacto cuando se desarticulan en el desmontaje, los
objetos pierden su interés por separado, (una luz LED es una luz LED, un papel
es un simple papel, el frasco deja de ser obra, etc. perdiendo su cuantía como
obra de arte para devolverse al mundo de los objetos mundanos) sólo una vez que
pasa esto, es decir en su destierro, se puede potencializar su verdadero valor
como dispositivo de significados y emociones.
Es por ello que las instalaciones de Osorio que parten de las raíces
bidimensionales y su dominio en el área del grabado y las artes gráficas,
adquieren la dimensión de objetos solamente para negarse como tales y en este
transcurso consolidarse como efímeros de “paso por el mundo”, doble ironía del
discurso técnico, ya que el concepto mismo de grabado nos lleva a pensar que
fue hecho para inmortalizarse en su reproducción al infinito.
Por otro lado, la yuxtaposición de tonos grises se conjuga con el texto usado
en muchos de sus trabajos, entendiendo una vez más que ese texto se incorpora
en la obra a la vez como mensaje pero sobre todo como textura. Estética y “definición”
una vez más van de la mano en una sinfonía que aunque armónica, también
despiadada que nos incita a escudriñar dentro de su trabajo, y observar actos
de abyección como en la instalación “Eyaculación
femenina”[10] o heterogéneas
formas de castigo como en “Isla”[11] o en el video “Suplicio” (2015) en donde el castigo
escolar de repetir la letra “n” una innumerable cantidad de veces se convierte
en un acto estético de la repetición, muy vinculado con el trance que se
obtiene en la música electrónica así como en los rituales chamánicos. Operaciones
seriales cuyo ímpetu a modo de expiación parecieran librar a la artista del
sentimiento de culpa que a manera de “pecado original” lleva todo artista
chileno en un país heredado de una dictadura reciente y una desigualdad de género
que marcan su interior y que parece consistir en develar esas capas de
alegóricas mentiras en que se ha volcado la sociedad chilena.
Para finalizar diríamos que la constante pugna presente en todo su trabajo
da paso a la alteridad como una forma de negociación interna entre el objeto y
su desaparición, entre los procesos cognoscentes de entendimiento de la razón y
la experiencia emocional, entre lo efímero y lo inmortal, entre los procesos de
las ideas y de las pasiones, finalmente entre el lugar y su destierro.
Alteridad que deriva de la interacción dialéctica y se articula en el mosaico
de interferencias visuales o en otras palabras, en las fisuras que se agrietan
en este formato dual del conflicto indefinido.
Hernán Pacurucu C.
Crítico
y curador independiente
[1] Entrevista
a Georges Didi-Huberman: “Yo no sé lo que es el arte” por
Cecilia Macón, para el periódico “La
Nación”; pagina 8, viernes 31 de octubre del 2014.
[3] Proyecto
curatorial elaborado como muestra paralela oficial en la VI Bienal de Cuenca
cuyo nombre fue “La necesidad de una
esencia, una estética de las ideas”, 2002.
[4] Entrevista
a Georges Didi-Huberman: “Yo no sé lo que es el arte” por
Cecilia Macón, para el periódico “La
Nación”; pagina 8, viernes 31 de octubre del 2014.
[9] Siendo que la madre es el primer objeto del deseo, lo que
se transmite está muy ligado a esa imposibilidad de obtener dicho objeto.